Sábado 25 de abril de 2015
Recién presencié este diálogo entre dos señores en el subte:
–Parece que la mina se le entregó al tachero y ahora el tipo se tiene que comer una denuncia de violación…
–Pobre tipo… Yo sé cómo están las pibas a esa hora… Si yo los domingos me voy al club a las siete de la mañana y las veo cómo vuelven de los boliches, dadas vueltas están, y regaladas… Re-ga-la-das…
–Sí. Ahora el tipo está prófugo… Y si ya cruzó la frontera no lo agarran más… Capaz que se fue a su país…
–¿Cómo “su país”? ¿No es argentino?
–No, es boliviano.
–Ahhh, ¡boliviano hijo de puta!
Xenofobia se lo ganó a Misoginia en el último minuto.
Viernes 17 de marzo de 2017
Ayer viajé en el Buquebús con un futbolista muy famoso y un amigo suyo. Primero se sentaron cerca mío en la sala de preembarque: se mostraban fotos de mujeres en los celulares, hablaban sobre el recital del Indio y sobre los hinchas de Atlético Tucumán que estaban llegando a Montevideo para el partido que más tarde jugarían con Peñarol. Tres horas después los vi en la cola para salir del buque y ya no estaban solos: una chica muy linda los acompañaba y, por las cosas que se decían mientras avanzábamos, se notaba que se acababan de conocer. En un momento el futbolista fue demorado por un pibe que le pidió una foto y le sacó conversación, y el amigo y la chica se quedaron solos más adelante. A medida que llegábamos al punto donde tendrían que decidir separarse o seguir juntos de alguna manera, se percibía cada vez más claramente el deseo de la chica de que el futbolista dejara de perder tiempo con el fan cholulo y volviera a su lado. El deseo del amigo del futbolista, en cambio, era más ambivalente: se notaba que quería que el futbolista volviera junto a él para retener a la chica, pero, por otro lado, se notaba que era consciente de que la presencia del futbolista lo dejaría sin ningún tipo de chance para con ella. En su cara pude ver –durante los largos segundos que pasaron mientras yo seguía caminando y hasta que lo perdí de vista entre el resto de la gente que llegaba a Buenos Aires– todos los rictus de un dilema existencial.
Domingo 6 de abril de 2014
Para una pareja, un bar es un mal lugar para ponerse a discutir sin sentirse escuchada. La chica debe tener unos veintiocho años y el flaco, cinco o seis más. Y por el tono en el que hablan, no son una pareja formal: se están viendo sin compromisos. Aunque es evidente que ella pretende otra cosa:
–Claro, boludo, vos sólo me querés para fumar porro y garchar… –le dice, con ese tono.
Él la mira unos segundos y le dice:
–¿Para fumar porro y garchar?... ¿¡Y te parece poco!? –y exagera una risa, como para dar a entender que en la superficie está haciendo un chiste pero traficando, por debajo, que hay algo de verdad en su pregunta.
A ella no le causa gracia; capta el mensaje subyacente, se queda pensativa. Sufre el eterno dilema de ver el vaso medio vacío o el vaso medio lleno.
Cuando se dan cuenta de que estoy parando la oreja, bajan el volumen de las voces.
A los diez minutos pagan y salen del bar. Él la toma de la cintura, ella vuelve a sonreír. Lo más probable es que en un rato estén fumando porro y garchando. Y también lo más probable es que en un par de semanas o de meses ya no sepan más nada el uno del otro.
Así de hermosa, de extraña y de cruel es la vida.
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Martes 17 de diciembre de 2019
Hoy al mediodía bajé del Sarmiento en Once y en un puesto de la estación compré un baguetín de salame y queso que empecé a comer mientras bajaba al subte H. Al hacer la combinación en Santa Fe envolví en una servilleta y tiré en la mochila el pedazo de baguetín que me quedaba y en la colmada estación Pueyrredón de la línea D vi a un tipo que vendía pebetes de jamón y queso con carga simple (a cuarenta pesos) y con carga doble (a sesenta). Me distraje, con el celular en la mano, pensando en el negocio del emprendedor y tratando de calcular cuánto sacaría limpio por día, y enseguida me guardé el teléfono en el bolsillo de la bermuda y, en el vagón llenísimo, viajé al lado de un tipo morrudo que me franeleaba con su panza. En la siguiente estación (Agüero) el morrudo se movió abrupta y rápidamente para salir del tren un microsegundo antes de que cerraran las puertas. Entonces yo, recapitulando velozmente, me di cuenta (o más bien sentí) que, mientras yo estaba concentrado en el negocio de los pebetes, el tipo había tenido movimientos sospechosos y yo había sentido un casi imperceptible trabajo de dedos en mi bermuda (todo esto lo deduje con lo que se llama “el diario del lunes”), y me toqué el bolsillo cuando ya se habían cerrado las puertas y me di cuenta de que ese morrudo que ya empezaba a subir las escaleras hacia la avenida Santa Fe como un pasajero más se estaba llevando mi celular. Embroncado e impotente, dije en voz alta “se lo llevó la concha de la lora”, y una señora y un par de muchachos me preguntaron si me había robado. “Yo lo veía sospechoso”, dijo la señora. Un flaco me ofreció su teléfono por si tenía que hacer algún llamado y en Bulnes llamó a dos policías que estaban ahí y los policías me pidieron que baje y me preguntaron si quería hacer la denuncia. Yo me compungí bastante (pensando sobre todo en las fotos y los videos que había perdido para siempre y en las cuentas de redes sociales que uso para trabajar y de las que nunca anoto las contraseñas), y uno de los canas me preguntó: “¿qué te robaron?”. “El teléfono”, dije yo, y él comprendió: “y ahí tenías todo”. Y yo le pedí su teléfono y desde ahí llamé a Movistar para bloquear mi línea. Después vino un largo periplo (varios llamados telefónicos en locutorios, visita a una sucursal de Movistar en Palermo, taxi hasta mi casa, visita a otra sucursal, compra en cuotas de otro aparato, conciencia de que el teléfono robado andaba mal y no le iba a servir de mucho al rastrero, búsqueda infructuosa –por ahora– de mi contraseña de Google) y hace un rato, al sentir un fuerte olor proveniente de la mochila, metí una mano hasta el fondo y comprobé que –como el dinosaurio soñado de Monterroso– el pedazo de baguetín de salame y queso que no había comido antes del afano todavía estaba allí.
Domingo 10 de marzo de 2013
los domingos en familia (de dos)
Soy Ignacio Molina. Escribo y doy talleres literarios, entre otras cosas. Me podés encontrar en Instagram: @ignacio._molina, y en Facebook con mi nombre. Mis últimos libros fueron publicados por @falsotrebol_ed. y por Gárgola.
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