El otro día venía pedaleando por la bicisenda de Libertador y a la altura del colegio del club Obras Sanitarias vi cómo un chico de Rappi que iba unos cincuenta metros adelante se caía de su bici y se desparramaba sobre el asfalto junto a una parada de colectivos. Después pasaron más cosas y cuando llegué a la casa de Flor le conté toda la secuencia. Ella debe haber interpretado que en mi relato yo había exagerado un poco mi actuación para quedar como un héroe o un salvador, porque hace un rato, cuando estaba por ponerme a armar esta edición de Sinestesia, me dijo “ya sé: seguro que vas a empezar contando lo de la bici y el chico de Rappi del otro día y a decir que vos lo salvaste y…”. La situación me dio un poco de pudor y por eso ahora omito la secuencia completa.
Su suposición me hizo pensar en esas reuniones sociales a las que vas con tu pareja y, cuando la (o lo) ves interactuar con otros (amigos, padres, suegros, compañeros, desconocidos), pensás: “acá está exagerando la historia”, “acá se está haciendo la (o el) que le causa gracia algo pero en realidad le está pareciendo una estupidez”, “acá está fingiendo atención”, “acá está actuando un poco”, “acá se está mordiendo los labios para no decir lo que piensa y generar una pelea”, etc. Como el observado de esa situación por alguien que te conoce tanto me sentí yo cuando me pareció que Flor iba a pensar que estaba exagerando o actuando ante los demás cuando leyera la secuencia completa del accidente del chico de Rappi acá en Sinestesia. Por eso la omití (¡no se pueden ni imaginar la historia que se perdieron!).
Me propongo volver a la frecuencia semanal de Sinestesia Salvaje. Mi idea es publicar todos los domingos, como al principio. Algo que me va a obligar a mantener la disciplina es que ustedes (algunxs, pocxs o muchxs) se suscriban con una módica cuota mensual de 1000 pesos, clickeando acá, de 2000 pesos, clickeando acá, o de la cantidad de dinero que quieran, clickeando acá. También, con la misma idea, vuelvo a poner los Cafecitos para aportes aislados: clickeando acá. El aporte no va a modificar mis condiciones materiales pero lo voy a sentir como una palmada en el hombro y, como ya dije, como un aliciente para mantener la frecuencia semanal de publicaciones.
Hace poco se me ocurrió buscar mi jardín de infantes en Internet. Se llamaba Caperucita Roja y quedaba en la calle General Paz de Bahía Blanca. Desde hace más de cuarenta y un años que no piso ese lugar pero al menos una vez por semana lo recuerdo. Y me acuerdo a la perfección de la fachada, del hall de entrada, de la sala de la directora, del piano de la sala de música, de la galería, mitad techada y mitad al aire libre, a la que daban las aulas (o las salitas), del pasillo curveado que iba hacia el patio, de los baños a un costado, del arenero de bordes rojos, del sector de las hamacas, de unos árboles en medio del patio y del fondo con una canchita de fútbol de tierra. También me acuerdo de la musiquita del informativo de la radio LU2 sintonizada en la cocina de mi casa mientras yo almorzaba y que me indicaba que se acercaba la hora de ir al jardín, del olor y el sabor del mate cocido que me servían las señoritas a veces y del camino de vuelta —de la mano de mi mamá— con ganas de ver los dibujitos animados tomando la merienda. A veces, cuando no puedo dormir, me imagino caminando por el Caperucita Roja vacío, por cada sala y por cada rincón. Más de una vez, estando en Bahía, pensé en ir y pedir que me dejaran entrar con la excusa de conocerlo para ver si anotaba a un imaginario hijo chiquito.
La investigación (es decir, el googleo) me lleva a enterarme de que el jardín sigue existiendo aunque con otro nombre: ahora se llama Blancanieves. En Facebook encuentro fotos que me impactan: identifico al jardín claramente, pero el crack entre la realidad y mis recuerdos es fuerte. En mi recuerdo (o en mi imaginación) todo era más grande y muy distinto. La galería ahora perdió su franja al aire libre, que estaba llena de plantas, y perdió el desnivel que la separaba de la franja techada a la altura de unas columnas. Me doy cuenta de que el patio es el mismo, pero no está más el arenero de bordes rojos y sus dimensiones me resultan muy extrañas. No puedo creer que aquello que recordé durante literalmente miles de veces durante los últimos cuarenta años sea eso mismo que estoy viendo ahí. Busco una foto de 1982 en la que estoy de abanderado y comparo la puerta de la sala con la de las fotos de Facebook: sí, es la misma, con las mismas molduras, con la única diferencia de que antes se abría hacia adentro y ahora hacia afuera. Y escribo algo que después subo junto a la foto a mi cuenta de Instagram:
Sobre el regalo de los chocolates y los dibujos a los soldados que se iban a la guerra de Malvinas escribí hace muchos años un relato que primero publiqué en mi blog Unidad Funcional, después en la revista Ñ de Clarín y después en mi libro En los márgenes. Ahora lo subo acá (mientras vuelvo a mirar en Facebook las fotos de esa galería en donde recuerdo a la perfección a los soldados):
MIEDO A LA OSCURIDAD
Yo soy el único de la fila que no tiene guardapolvo y espero mi turno para saludar a uno de los soldados que, inclinados en medio del patio, reciben las cartas y los chocolates que les entregan mis compañeros de jardín.
La escena, que parece sacada de un sueño o de una película argentina, es una de las que recuerdo de los meses de abril y mayo de 1982. En otra de esas escenas, que hoy se me aparecen como irreales, mi mamá y yo caminamos de la mano por la ciudad vacía y completamente a oscuras. Ella está vestida sólo con una bata y un camisón. Yo tengo un piyama grueso y un pulóver, y siento cómo el ruido de nuestras zapatillas retumba en la vereda.
Como los ingleses amenazaron con tirar una bomba sobre Bahía, la municipalidad ordenó encender la menor cantidad de luces interiores posible, dejar siempre apagadas las exteriores y, salvo urgencias, no salir a la calle después del anochecer. Hay que tapar las ventanas con cartones o papel madera, y cubrir los focos de los autos con una tela oscura que reparten en los negocios. Hay que evitar que desde los aviones se den cuenta de que acá abajo hay una ciudad; cualquier mínimo reflejo de luz puede provocar que se cumpla la amenaza.
Desafiando al estado de sitio militar y sin cambiarnos, sin temor a cruzarnos con algún vecino, mi mamá y yo salimos a la calle. Alumbrados sólo por la luna caminamos hasta la esquina, y nos quedamos un rato ahí con las miradas en el cielo. Desde mis ojos de cinco años veo seguramente muchas más cosas que ella: veo, también ahora mientras escribo, aviones y helicópteros ingleses que vuelan muy bajo. Aunque cuesta distinguir las siluetas de los autos a media cuadra, veo y siento el eco de una tropa argentina que avanza hacia nosotros desde el fondo de la calle. Imagino el patio del jardín a esa hora de la noche, y los cuartos silenciosos de mis amigos que, si pudieron vencer el miedo a la oscuridad, ya deben estar durmiendo.
Así está hoy la galería del jardín de infantes que antes era mitad techada y mitad al aire libre y llena de plantas y donde en 1982 le regalé chocolates y dibujos a los soldados que se iban a las Malvinas. Recuerdo perfectamente a los muchachos vestidos de soldados ahí en la parte techada y la fila de nenes y nenas para saludarlos. La puerta que se ve a la derecha es la misma por la que salgo con la bandera argentina en la foto de más arriba.
Un día, en esa misma sala, en el que por algún extraño motivo no vestía guardapolvo.
Soy Ignacio Molina. Escribo y doy talleres literarios, entre otras cosas. Me podés encontrar en Instagram: @ignacio._molina, y en Facebook con mi nombre. Mis últimos libros fueron publicados por @falsotrebol_ed. y por Gárgola.
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