En mi cuento “Dos gorriones” un papá y su hijo van a visitar el cementerio pegado a la autopista Panamericana donde descansa el cuerpo de la exmujer del primero y mamá del segundo, que murió a sus cincuenta años por una enfermedad. Al cuento lo escribí poco antes de enterarnos de la enfermedad de mi hermana Flo, que falleció al año siguiente, casi a la misma edad que aquella mujer ficticia, y cuyo cuerpo descansa en el mismo cementerio que yo había imaginado para el relato. Todos los minutos para vos, el libro que contiene al cuento, salió un par de meses después de la partida de Flo. Mi ilusión era que ella llegara a leerlo, por eso, en plena pandemia, había intentado acelerar el proceso de edición. Por un lado quería que los cuentos que había escrito en los últimos años fueran leídos por ella, y por otro lado ese era mi aporte (chiquito, simbólico) para que las cosas del mundo siguieran girando con ella en el mundo. Parafraseando al narrador de El Aleph: no quería que el universo empezara a apartarse de ella… Al final no llegó a leerlo (había leído solo tres cuentos sueltos) pero puedo imaginar lo que me hubiera comentado sobre cada relato, con el tono y la cadencia correspondiente. Y entonces releer esos cuentos me hace, de alguna manera, charlar un poco con ella.
Pienso en todo esto porque la semana “Dos gorriones” salió publicado en la hermosa sección de cuentos de la Revista Acción (que también puede leerse como una buena antología de cuentos contemporáneos) ilustrado ad hoc por HuHo.
Acá pego el inicio de esa publicación:
Cuento | Por Ignacio Molina
Dos gorriones
Tiempo de lectura: 6 minutos
24 de noviembre de 2024
Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976) publicó entre otros libros los volúmenes de cuentos Nueve versiones de Borges, Todos los minutos para vos y Los estantes vacíos, y las novelas Hogar es un signo de pregunta, El cuarto deseo y Los puentes magnéticos. Vive en Buenos Aires, donde trabaja como editor y coordinador de talleres literarios. Es autor del newsletter Sinestesia Salvaje. Integra la Subcomisión de Cultura del Club Atlético Excursionistas.
Mi hijo acaba de cumplir veinte años pero el gesto con que se concentra en el asfalto lo hace parecer bastante mayor. Yo estoy a punto de cumplir cincuenta pero el hecho de ir en el asiento de atrás me infantiliza. Hasta hace no mucho tiempo era yo el que lo llevaba a todos lados: cruzábamos la ciudad en colectivo a cualquier hora como dos adolescentes. Ahora él es el adulto que me lleva, por la autopista resplandeciente por el sol, y yo ni siquiera ocupo el lugar del acompañante principal: ahí va sentada su novia, una chica que conocí hace tres días y que por su edad nunca votó en una elección presidencial pero que ahora, al llegar al peaje, le habla a mi hijo como si fuera su esposa: «Acá tengo plata, amor». Se alza la barrera y avanzamos. Mientras a los costados pasan viveros, parrillas, hoteles y corralones de materiales para la construcción, yo pienso en hacerles algún comentario pero siento que nada de lo que dijera sonaría con el tono adecuado.
Mi papá me enseñó a manejar cuando yo tenía diecisiete años, en los caminos de tierra del campo de unos amigos, pero a mí nunca me atrajo la idea de sacar el registro. Ya de más grande sentí que tener un auto era algo así como una carga o una responsabilidad innecesaria. Y cuando nació Julián tampoco me decidí, a pesar de que Ariana me repetía que tener un auto me facilitaría la vida, que no podía seguir dependiendo de los demás para ciertas situaciones. «No podés seguir esperando al colectivo a las dos de la mañana», me decía, y cuando estaba más enojada me gritaba que si un día nos separábamos ninguna mujer de verdad me iba a dar bola, que a las mujeres de verdad no les gustaban los hombres que no habían superado la adolescencia.
(Podés leer el cuento completo, clickeando en estas líneas)
Que lindo cuento. Gracias Ignacio