El milagro atroz
Sinestesia Salvaje, a 48 años del inicio de la última dictadura cívico militar
La noche del 5 de agosto de 1977, en un departamento del sur de la ciudad de Buenos Aires, Sergio Miravalles, autor de la novela Las turbulencias, de una crónica sobre la masacre de Ezeiza y del libro de cuentos Pleamar, soñó con una larga partida de TEG disputada por su abuela y su mamá en la galería techada de una casa de veraneo. La partida había comenzado varias horas atrás, junto a los primeros rayos de la tormenta; María Eva, su gata siamesa, miraba la lluvia con miedo; Sergio, que en el sueño tenía diez años, salía corriendo hacia la playa y no lograba recordar las siluetas de los países ni el reglamento del TEG. Al llegar a la orilla se despertó. Los estruendos de la lluvia fueron reemplazados por el ruido amenazante de unos pasos en la escalera del edificio. La puerta fue derribada de un golpe.
Manos impiadosas tomaron a Miravalles del pelo y casi desnudo como estaba lo arrastraron hasta el umbral del monoambiente, mientras una multitud de botas lo pateaba en medio de gritos. Sergio sintió algo de alivio cuando lo encerraron en el baúl de un auto; esa sensación, basada en que ya nadie le estaba pegando, enseguida fue deformándose hasta transformarse en terror: si así había sido el primer encuentro con sus captores, ¿qué podía esperar de ahí en adelante? Se acordó de la tarde lluviosa y se preguntó si no se encontraría aún dentro de un sueño que se había tornado pesadilla y recordó una escena de su infancia: un sábado su papá llegó a la casa con una gatita siamesa desde la veterinaria y Sergio, que durante toda la semana anterior le había pedido por favor que la adoptara, acarició con embeleso ese pelaje hermoso y se preguntó en voz alta si eso era verdad o si estaba soñando. Su papá le respondió que todo era real pero que para comprobarlo se pellizcara un brazo. Ahora, treinta y dos años después, al intentar aquel movimiento, Sergio se dio cuenta de que tenía las manos esposadas detrás de la espalda. Entonces no alcanzó a pellizcarse un brazo pero sí la piel de la otra mano: el pinchazo fue tan verdadero como el dolor que lo cubría.
En ese baúl Sergio Miravalles perdió la noción del tiempo. Intentó retener el líquido que pujaba por rebasar su vejiga pero enseguida se dijo que sería inútil: trató de acordarse de la mañana en que no se animó a pedirle permiso a una maestra para ir al baño, y sintió cómo el chorro caliente bajaba por sus piernas. Deseaba que el tiempo se detuviera pero también deseaba ya estar en el día siguiente, quería ya haber sufrido eso que estaba destinado a sufrir. No quería recordar los testimonios de compañeros que habían sobrevivido a situaciones como la suya. Y por unos instantes tuvo una luz de esperanza: tal vez su módica fama literaria lo salvaría de lo peor. Los libros que había publicado en los últimos diez años le habían dado cierto reconocimiento en el ámbito de la literatura. Ese supuesto prestigio, que nunca había buscado y que de alguna manera lo incomodaba, de pronto se convertía en un posible salvavidas: la desaparición del escritor y docente Sergio Miravalles sería una noticia que pronto llegaría a la prensa internacional, y entonces sus captores se verían obligados a liberarlo lo antes posible.
De esa débil magia lo sacaron la frenada del auto y los gritos que se hicieron cada vez más fuertes hasta que el baúl se abrió. Le vendaron los ojos y lo arrastraron por un suelo de pedregullo hasta el frío de lo que imaginó un salón amplio al que lo tiraron como a una bolsa de basura. El suelo estaba congelado y en el aire flotaba un penetrante olor a carne quemada. Le pareció escuchar una serie de gemidos y sollozos ahogados a unos metros de él, y enseguida volvieron a arrastrarlo de los pelos para llevarlo a una habitación en donde terminaron de desnudarlo, lo acostaron sobre el elástico de una cama, lo amarraron con sogas, le tiraron agua desde el cuello hasta las rodillas y le ataron dos cables en los dedos de los pies (…).
Los de arriba son los cuatro párrafos iniciales de “El milagro atroz”, cuento que integra mi libro Nueve versiones de Borges y que también salió publicado en el suplemento Verano/12 de Página/12 y que puede leerse completo en el link que se abre al clickear sobre estas líneas. La ilustración de acá abajo es la que hizo ad hoc para el cuento Miguel REP.
“El milagro atroz” toma la idea, la estructura y parte del nombre de “El milagro secreto”, el cuento de Jorge Luis Borges publicado por primera vez en la revista Sur en 1943 y un año más tarde en el libro Ficciones. En el cuento de Borges, un escritor checo judío llamado Jaromir Hladík es secuestrado por la Gestapo en marzo de 1939, sentenciado a muerte y ejecutado diez días más tarde. Durante esos agónicos días Hladík multiplica su muerte, al imaginarla repetidas veces a lo largo de cada jornada, y le pide a Dios un deseo: un año más de vida para poder terminar de escribir su obra maestra. Y ese milagro (secreto) finalmente sucede. En mi cuento, el protagonista es un escritor, docente y militante político argentino que el 5 de agosto de 1977 es sacado de su departamento del sur de la ciudad de Buenos Aires por los esbirros de la dictadura cívico militar. El “atroz” del título se lo debo al adjetivo utilizado por Borges en el texto que escribió luego de (tal vez intentando subsanar su antiguo y criticado apoyo a la dictadura argentina) asistir a una de las jornadas del histórico juicio a los comandantes de las Juntas Militares. Borges presenció el testimonio de un obrero gráfico que había estado secuestrado varios años en la Escuela de Mecánica de la Armada, y su texto, titulado “Lunes, 22 de julio de 1985”, comienza así: “He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos (...)”.
Hoy es 24 de marzo y, en contra de lo que morbosamente afirma la vicepresidenta de la Nación, no se festeja nada; se conmemora el inicio del genocidio de la dictadura cívico militar para mantener el pedido de justicia, para reivindicar a las víctimas y para −en contra de lo que en su fuero no tan íntimo desean la vicepresidenta y muchos miembros del gobierno− no vuelva a pasar nunca más.