El viejo Larsen y el mar
En esta edición especial de Sinestesia Salvaje escribo sobre el encuentro que tuve a mis diez años con el pescador y sabio Leif Larsen, una leyenda entrañable del mar y las playas de Monte Hermoso.
En enero de 1987 yo tenía diez años y un amigo me invitó a la casa que su mamá había alquilado en la avenida Argentina de Monte Hermoso, a cien metros del mar. Sería la segunda vez en mi vida que yo podría ver un mar con playa; mi familia tenía casa en Sierra de la Ventana, pasábamos todos los veranos ahí y, a diferencia de la mayoría de los bahienses, no éramos habitués de Monte. Solía ver el mar desde Ingeniero White, el puerto de Bahía, pero ahí no había arena ni posibilidades de meterse. Una sola vez, a mis siete u ocho años, al recibir en Sierra la visita de unas parientes rosarinas (que yo veía viejas pero no debían tener más de treinta años y que llamativamente no conocían el mar), mi papá nos subió a todos al auto y fuimos a pasar un día a Monte Hermoso.
Ahora, en el verano del 87, apenas la mamá de mi amigo estacionó frente a la casa y mientras me disponía a bajar los bolsos del auto, vi que de la casucha de chapa y madera de enfrente salía un señor muy extraño con un montón de perros: era flaco y alto, tenía el pelo largo y la barba hasta el ombligo y vestía lo que las traducciones de los libros llaman “harapos”. Con mi amigo, a partir de ese momento, empezamos a llamarlo “el viejo loco”. Y aunque no queríamos reconocerlo nos daba un poco de miedo.
Al día siguiente fuimos temprano a la playa y lo vimos meterse al agua con su bote de madera. Pasó la rompiente y se transformó en un puntito en el mar. Más tarde fuimos enterándonos de que el viejo loco era en realidad una especie de leyenda viviente en el pueblo. Se llamaba Leif Larsen, era pescador y le decían El Vikingo. Era dinamarqués y vivía solo en esa casucha desde hacía casi cuarenta años. También se decía que era súper culto, que aunque nunca había ido a la escuela hablaba varios idiomas, era un experto en botánica y en la fauna marina y tocaba muy bien el piano. Ahora tenía alrededor de sesenta y todas las mañanas se internaba en el mar y, con un cuchillo, una tanza y unos anzuelos, conseguía el pescado que después les vendía a los vecinos y a los turistas.
Cada atardecer Leif volvía a la playa y con sólo mirar las olas y el cielo se daba cuenta de cómo iban a estar el clima y el mar al día siguiente y de a qué hora le convendría salir a pescar. Una día, a la hora de la merienda (me había picado una agua viva y por eso había vuelto más temprano a la casa), vi cómo un grupo de cinco o seis chicos se acercaba a lo de Larsen. El viejo abrió la puerta y, cuando yo creí que los iba a sacar a los gritos, les hizo el gesto de que esperaran un minuto y volvió con un plato del que todos los chicos agarraron algo para comer. Parecía una escena de una película. Cuando Leif y los pibes se acercaron a la vereda cubierta de arena, pensé que ese era mi momento: respiré hondo como dándome valor y crucé la calle.
Me uní al grupo sin que nadie me dijera nada. Escuchar la voz y ver la barba y la piel curtida de El Vikingo desde tan cerca me parecía increíble. Las masitas se terminaron y fuimos todos hacia el fondo del terreno. Ahí, además de maderas y cosas oxidadas, había una huerta y unos palos amarrados en forma perpendicular al suelo en los que el viejo se afirmaba cada mañana para hacer su –lo supe después– famosa vertical diaria. Durante un rato largo Larsen nos mostró sus plantas, llamándolas por sus nombres científicos y hablando sobre las propiedades de cada una. Había algo hipnótico en su forma de hablar. Parecía una suerte de ritual que cada tanto hacía con los chicos que se acercaran. Al interior de la casa nunca entramos, pero a través de una ventana me pareció ver las teclas de un piano y un estante de libros viejos. Mi aventura terminó cuando escuché que alguien me llamaba gritando desde la casa de enfrente.
Años más tarde, cuando leí “El viejo y el mar”, no pude dejar de ver a Larsen en cada página del libro. El gran Leif murió en el invierno del 2003 de un paro cardíaco. Ahora, navegando por la web, encuentro varias cosas en su homenaje: canciones, videos, notas, una marca de tablas de Sandboards bautizada Larzzen en su honor, y hasta un clip de Willy Crook protagonizado por él. Y también veo que hace un par de años los chicos y las chicas de una escuela de Monte Hermoso organizaron un concurso de cuentos sobre Larsen. En el verano del 2019 fui con mi mamá y mi hijo a pasar una quincena a Monte y nos alojamos en un departamento sobre la avenida Argentina, a una cuadra y media de la casa que había alquilado la mamá de mi amigo treinta y dos años atrás. Esa casa seguía igual que entonces, como detenida en el tiempo, pero en el terreno de enfrente, donde había estado la casucha de Leif, se estaba construyendo un edificio.
Clickeando acá, la noticia de su muerte en un diario de Bahía.
Acá, ¿por qué el misterios Leif Larsen se convirtió en una leyenda?
Un video de Willy Crook protagonizado por Leif:
Una zamba que le escribieron:
Una canción de Nora Roca en su homenaje:
Un programa de televisión sobre Leif:
Y un video que lo recuerda:
Soy Ignacio Molina. Escribo y doy talleres literarios, entre otras cosas. Me podés encontrar en Instagram: @ignacio._molina, y en Facebook con mi nombre. Mis últimos libros fueron publicados por @falsotrebol_ed.
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Una foto de Leif Larsen que saqué de la web:
Hasta la semana que viene…