UN DÍA
Ayer, en una playa de Cariló, casi nos mata una sombrilla voladora. Flor estaba tomando sol boca arriba y yo estaba tendido a su lado sobre mi flanco izquierdo, un poco admirando su cuerpo y otro poco admirando la inmensidad del mar argentino y el horizonte, cuando vi cómo la sombrilla azul de una pareja que estaba a unos siete metros de nuestra posición se desprendía de la arena y se acercaba en su vuelo alocado hacia nosotros. Lo siguiente habrá pasado en unos cuatro segundos que me parecieron una eternidad: la sombrilla dio vueltas en el aire sobre sí misma mientras yo gritaba algo así como “¡no! ¡cuidado!” sin saber si lo mejor era moverme o quedarme absolutamente quieto y tratando de cubrir con mis brazos el cuerpo de Flor. Ella, que tomaba son con los ojos cerrados y ante mis gritos los cerró todavía más, por suerte no se movió porque el mástil puntiagudo se clavó durante un segundo sobre la arena a, literalmente, un centímetro de su torso semidesnudo, para enseguida seguir girando y pasarnos por encima mientras era perseguida por su dueño. El pequeño pozo que dejó fue la prueba de lo cerca que estuvimos de la tragedia.
Un rato después nos metimos en el mar, dejamos que nos revolcaran las olas y la abracé mientras nos reíamos; al salir almorzamos unos choclos enmantecados y nos sacamos una foto. A la tarde-noche volvimos a Buenos Aires en auto. Yo viví el viaje con algo de tensión; si nos acabábamos de salvar de un accidente, ahora debíamos manejar (ella en realidad; yo no manejo) con el doble de cuidado que de costumbre, como para no darle una segunda oportunidad a la tragedia. En la entrada de Chascomús, con bastante hambre, paramos en una estación de servicio que solo vendía sánguches fríos. Entonces caminé hasta un bar que solo vendía papas fritas y cerveza y en el camino de vuelta al auto me desvié por una ruta oscura hacia un almacén donde, por un segundo, y debido a la forma en que el dueño me miró al decirme que ya estaba cerrando y se llevó una mano a la cintura, estuve seguro de que me iba a matar. La posibilidad de una tragedia siempre está ahí. Al final volvimos seguimos el viaje comiendo sánguches fríos.
Hoy a la mañana Flor subió a sus historias de Instagram la foto en la que comíamos los choclos enmantecados con el epígrafe: “que alguien le escriba una oda al choclo playero”. Y entonces yo le pedí ayuda a la Inteligencia Artificial.
OTRO DÍA
Un amigo me contó que siempre fue muy ateo pero que una tarde muy calurosa de verano en que salió a caminar porque estaba atravesando una dolorosa crisis de pareja y no soportaba estar solo en su departamento vio una iglesia y decidió entrar (con la excusa ante sí mismo de que en la iglesia suele estar siempre un poco más fresco), se sentó en un banco, miró al Jesús crucificado y entrelazando las manos le pidió por favor que su novia volviera con él o que al menos le escribiera después de tantos días y cuando tenía los ojos cerrados escuchó que le sonaba el celular: era ella.
Todos los ateos nos burlamos de los que rezan hasta que el avión se está por caer.
OTRO DÍA
Anoche cumplí treinta años yendo a ver a Cienfuegos. Empecé a ir a verlos en tugurios y sótanos a mis dieciocho, cuando tocaban para entre una y diez personas, y ayer fui a verlos a un Niceto lleno con mi hijo de dieciocho. Siempre que vuelvo a escuchar en vivo esas canciones de dolor, amor, sufrimiento, muerte, culpa y soledad que me acompañaron tanto en mi juventud me emociono de una manera inexplicable. Y ayer, en un momento, mientras veía desde el vip junto a mi hijo a esos tipos de cincuenta y largos y más de sesenta años que dejan todo sobre el escenario y a esos hombres canosos y chicas ya grandes que seguían pogueando, bailando y cantando con tanta intensidad, casi me pongo a llorar. Y también cuando Sergio, que hace unos meses se separó de Mimi después de veintiocho años, se expuso en carne viva al presentar las canciones que le dedicó a ella, filosofando sobre el amor, el desamor y el dolor, y dejó que todos cantáramos a los gritos las estrofas que él ya no puede cantar.
OTRO DIA
A sus dieciocho años Luis Alberto Spinetta creyó, por un malentendido, que un amigo suyo apodado Pototo se había muerto y escribió: “Para saber lo que es la solead / tendrás que ver que un amigo no está”. Después Pototo resucitó (es decir, avisó que no había muerto) y, con el paso de los años, al sufrir por el desamor de alguna mujer, Luis habrá descubierto al fin la verdadera soledad. Porque nadie sufre ninguna soledad (al menos la soledad de las canciones y de los poemas) hasta que no se enamora y luego sufre esa pérdida. Y entonces hasta el más ateo se vuelve religioso. Y entonces casi todo lo que dolía antes parece una estupidez. Hay una hermosa canción de Mal Momento titulada “Dame refugio” que parafrasea a la de Spinetta diciendo: “para saber bien cómo era la soledad / yo tuve que conocer a alguien como vos”.
OTRO DÍA
Cambié el termotanque que se había roto, limpié y ordené el departamento y subí las persianas para que entrara el aire fresco que trae la lluvia después de la larga ola de calor sobre la ciudad. Ojalá que el tiempo siga así de lindo y que no haya que entrar a ninguna iglesia para soportar el agobio espantoso.
Siempre me deleita leerte, hay en tu escritura un trasfondo de nostalgia o qué se yo, pero el amor surge como el contemplar la salida del sol en el horizonte.- Siempre está!!! Gracias!!