Anoche me quedé despierto hasta tarde escribiendo en un Word el Sinestesia Salvaje para publicar hoy, y hoy, cuando me desperté para pulirlo, editarlo y dejarlo listo para el envío, no encontré ese texto por ningún lado. Encontré el archivo, sí (titulado SINESTESIA 2024), pero la última anotación es de hace nueve días. Cuando escribo en Word tengo el tic de guardar el archivo cada un par de minutos, así que el error no fue humano sino de la máquina o del programa: algo se desconfiguró o se descompaginó y perdí todo. Siento impotencia y algo de tristeza por la pérdida de eso texto que, supongo que justamente por su condición de irrecuperable, ahora se me hace mítico y genial. Pienso que podría intentar ir recordándolo línea a línea para escribirlo de vuelta pero me arrepiento: perdería la frescura de la espontaneidad. Para consolarme pienso que hay personas que, en las oscuras e insondables profundidades de sus computadoras, han perdido tesis o novelas enteras.
Esto me remonta a una tarde de veinte años atrás, cuando mi papá viajó de Bahía Blanca a Buenos Aires para que lo ayudara a escribir su libro sobre historia bahiense. Se instaló en el departamento que alquilaba mi hermana menor, en Barrio Norte, frente al Hospital Alemán, y una mañana me tomé un 39 para trabajar en el manuscrito: papá me dictó lo que tenía escrito en cuadernos y después fui puliendo el texto y organizándolo en capítulos. Era el 28 de septiembre del 2004; sé la fecha (googleando ahora) porque en el 39 yo había escuchado por la radio del walkman que más temprano había ocurrido una masacre en un colegio de Carmen de Patagones, la ciudad más austral de la provincia de Buenos Aires, perpetrada por un chico de quince años apodado Juniors que había sufrido bullying escolar (no sé si en ese momento se llamaba así al acoso y a la burla constante) y que entonces se cansó de todo, le sacó un arma a su papá que trabajaba en la Prefectura y mató a tres de sus compañeros.
En un descanso del trabajo, mientras desayunábamos unas medialunas de grasa (mi viejo, en su idioma bahiense, les decía “medialunas saladas”) con café comentamos la noticia: él conocía Patagones porque durante muchos años de su vida había trabajado, uno o dos fines de semanas al mes, en el consultorio que le prestaba un colega odontólogo en Viedma, la capital de la provincia de Río Negro que está separada de Patagones por el río del mismo nombre (Río Negro) y que, pese a pertenecer a provincias distintas, conforman un mismo conglomerado urbano. Después del desayuno seguimos trabajando unas horas y paramos para ir a comprar el almuerzo a una rotisería de la otra cuadra (mi viejo era muy estricto y organizado con los horarios de las comidas) y cuando volvimos al departamento sucedió la catástrofe: todo lo que habíamos escrito en las horas previas no estaba por ningún lado. La computadora de mi hermana no tenía Word sino algún procesador de texto más precario, y seguramente alguna falla en ese procesador provocó la pérdida del texto.
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Mi viejo entró en una especie de crisis; así como era organizado y planificado en las comidas lo era en absolutamente todo y no podía admitir haber perdido una mañana trabajando en algo que no podría recuperar. Para tratar de calmarlo llamé de urgencia a un conocido que arreglaba computadoras pero que no pudo hacer nada. En su crisis, mi viejo me habló de cosas más profundas que le habían pasado y que le pasaban en su vida y que me angustiaron bastante. Cuando más tarde llamé desde un teléfono público de la avenida Santa Fe a mi trabajo para avisar que llegaría tarde se me quebró un poco la voz. Pasaron justo dos décadas de eso. Yo era veinteañero y mi viejo, que moriría once años más tarde, tenía jóvenes sesenta y cuatro.
Si esto fuera una sesión de terapia podría seguir hablando de mi viejo, pero como es solo un intento de subsanar la pérdida de un texto para Sinestesia Salvaje voy a contar que el libro en el que trabajábamos aquella mañana fue terminado unos tres años más tarde y presentado a sala llena en el teatro de la Biblioteca Rivadavia de Bahía. Sé que fue en la primera parte del 2007 porque yo fui con Fausto que era un bebé de meses. Antes de la presentación, con el cochecito recorrí las salas de lectura de la Biblioteca cuyo olor me remontaba a la infancia y a la pubertad, a las tardes en que me iba a “buscar material” y a estudiar o hacer los deberes ahí, solo o junto a compañeros del colegio Don Bosco.
Ahora en el buscador de Facebook pongo “Patagones” “Viedma” “Papá” y encuentro esto que escribí hace algunos años a partir de una historia que me había contado mi viejo:
A mediados de los setenta, a sus treinta y pico, mi papá empezó a trabajar en Viedma algunos fines de semana, en un consultorio que le prestaba un odontólogo amigo. Una o dos veces por mes hacía en auto, ida y vuelta, los casi 300 kilómetros que separan a Bahía de Viedma, en el extremo noreste de Río Negro. Un día, un paciente le preguntó si lo podía llevar en su viaje de vuelta: era un chico al que llamaban Pajarito, tenía unos diez años menos que mi viejo y estudiaba Economía en la UNS de Bahía. Así fue como durante varios meses mi papá tuvo un acompañante en sus viajes por esa ruta aburrida y sin curvas del sur de la provincia de Buenos Aires. En uno de esos viajes Pajarito le contó muy entusiasmado a mi viejo que había empezado a militar en el Partido Revolucionario de los Trabajadores, y poco tiempo después le avisó que ese sería su último viaje a Viedma porque tendría que ocupar en otras cosas sus fines de semana. Esa noche se despidieron y mi viejo le perdió el rastro y no supo más de él hasta que un año más tarde, mientras caminaba por algún barrio de Bahía, vio una pintada en una pared: “LIBERTAD A PAJARITO. PRT”.
Oscar “Pajarito” Borobia había sido secuestrado en Córdoba y nunca más apareció. Tiempo después se supo que había sido visto en los centros clandestinos de detención La Perla y Protobanco hasta diciembre de 1976.
Como, sin buscarlo, este Sinestesia terminó siendo en parte sobre mi viejo, lo ilustro, en su homenaje, con la tapa de un libro que encontré hace un tiempo. Antes de convertirse en alfonsinista hacia fines de la dictadura, mi viejo simpatizaba con el Partido Demócrata Progresista de Lisandro de la Torre. Mirando esta tapa, me gusta imaginarlo, de dieciséis o diecisiete años, en plena década del cincuenta, haciéndose el canchero al agregarle el apellido de su mamá (“Shakespear”) a “Molina”, y dibujando el logo del PDP como si fuera el de una banda de rock (cosa que no existía en aquel momento). (El número de teléfono sin el 4 antepuesto lo escribió mi hermano, seguramente en algún momento de la década del noventa cuando alguien se lo dictó y él no encontró ningún otro papel donde anotar).
Soy Ignacio Molina. Escribo y doy talleres literarios, entre otras cosas. Me podés encontrar en Instagram: @ignacio._molina. Mi último libro se titula Nueve versiones de Borges y podés comprarlo en librerías, en este link, esta semana con descuento, o respondiéndome a este mail. Y podés leer los números anteriores de Sinestesia Salvaje, clickeando acá.
Me encantó, la tolerancia a la frustración y el gran poder de resiliencia es mágico.- La vida misma es un desafío permanente, gracias por compartir experiencias tan conmovedoras .- Un beso 😘
Recuperaste lo más importante: la memoria de tu papá y los momentos compartidos.