Luis María Campos y el Papa Francisco
Sinestesia Salvaje. Caminar y rezar hasta más allá de la fe.
Camino por Luis María Campos a las cuatro de la mañana y es como si a un tiempo fuera dos hombres: el tipo adulto que avanza a paso lento por la avenida tratando de llevarse lejos la angustia y el desvelo y preguntándose qué pasó con su vida, y el post adolescente que deambula con el viento del tedio y la incertidumbre en contra preguntándose que va a ser su vida. El asfalto de la calle y las baldosas de las veredas son las mismas. Acá y ahí estoy yo, en octubre de 1996, caminando casi todas las noches desde mi casa en Dorrego y Conesa hasta la estación de servicio Isaura de La Pampa y Libertador. Siempre el mismo trayecto, ida y vuelta: nueve cuadras por Dorrego, quince por Luis María Campos, dos por Virrey Vértiz y una por La Pampa.
En aquel primer año post secundaria la pasaba bastante mal. Salvo por unos cursos de computación e inglés, que hacía más que nada para decir que hacía algo, no estudiaba y casi no trabajaba. El hecho de haber perdido la cotidianidad con mis amigos y las dudas sobre el futuro eran cosas que me angustiaban bastante. En los primeros meses había “salido” con un par de chicas pero en julio había rebotado con una que me gustaba mucho y en la que creía haber invertido un montón de tiempo, ilusiones y energía. Lo que me sacaba de ese pozo oscuro de soledad era la lectura, la escritura de mis primeros cuentos y, me doy cuenta ahora, salir a caminar. En septiembre había trabajado en un programa de radio llamado Cuchillos de Palo que iba por FM Palermo de una a cinco de la mañana. Cuando empecé a tener discusiones con mi jefe (el conductor) presenté la renuncia pero no avisé nada en mi casa. Entonces, después de comer, de mirar algo de tele o de escribir un rato, a la hora en la que debería estar saliendo para la radio me despedía de mis hermanos y salía con un libro y un cuaderno en la mochila. En un kiosco 24 horas de Dorrego me compraba una lata grande de cerveza y me la tomaba mientras caminaba sin apuro. Casi siempre iba escuchando algún casete en el walkman. Así, con la tenue embriaguez de la Quilmes cada vez más tibia y la extraña euforia que me generaba la música a todo volumen, me conectaba con la noche y, sobre todo, conmigo mismo. Creo que nunca volví a experimentar caminatas tan introspectivas como esas. No sé por qué elegía ese trayecto y ese destino; seguramente porque sabía que esa Isaura abría toda la noche y tenía sillas y mesas cómodas; quizás porque el barrio me gustaba, o porque estaba a una cuadra del portal mágico de Excursionistas y eso me hacía sentir protegido, o tal vez porque de alguna manera imaginaba que Luis María Campos y sus calles aledañas iban a ser, varias décadas después, tan importantes en mi vida. En la Isaura leía el libro que había llevado, escribía un poco en el cuaderno, comía algo y alguna cerveza más me tomaba. Era un mundo sin celular, sin redes sociales, sin siquiera Internet; eran unos meses (los míos) de aburrimiento y soledad. La humedad y muchas de las sensaciones de ahora son muy parecidas a las de aquellas noches, aunque matizadas por la experiencia y el tiempo y agravadas por los hechos.
Ahora, cuando estoy volviendo al departamento, miro el celular y me entero de la muerte del representante de Dios en la Tierra antes conocido como Jorge Bergoglio. Estoy en el lote de los primeros argentinos en enterarse de la noticia; los demás todavía duermen. Un rato después leo en la web de un diario que, en su autobiografía publicada el mes pasado, el Papa Francisco escribió acerca de sus encuentros con Jorge Luis Borges:
“Era un agnóstico que cada noche rezaba un Padrenuestro porque se lo había prometido a su madre”
Y entonces recordé que en su cuento “El evangelio según Marcos”, publicado en 1970, Borges escribe que su protagonista era librepensador “pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa”.
Maravilloso.
Yo también soy “agnóstico” o “librepensador”, como Borges y como su alter ego Baltasar Espinosa, pero, acaso sin darme cuenta, rezo un poquito cada vez que pienso que se está por caer el avión, o cuando viajo de copiloto por una ruta doble mano, cuando Excursionistas juega una definición por penales o, como ahora, cuando se muere el Papa más decente de la historia que siempre pedía que rezaran por él o cuando quiero dejar de sufrir mucho por algo.
Ignacio, el texto es hermoso, no sé cómo lo haces, pero te felicito por la profundidad emocional a la que me llevas. Abrazo grande.
Emoción, tristeza y empatía...todo eso me generó tu relato.