Mi novia me contó que un amigo le había contado que hace muchos años su hermana había salido durante un par de meses con un rockero famoso y que ella solía alardear de eso en reuniones sociales y que una vez él se cruzó en una fiesta con el rockero y estuvieron charlando un rato y él le comentó que habían sido un poco cuñados porque hace muchos años su hermana había salido con él pero que el rockero le dijo que no se acordaba de nadie con el nombre de ella.
Da la casualidad de que yo también salí un par de meses con esa chica. Una tarde, recostados en una pendiente de las Barrancas de Belgrano, le conté la historia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y del Ejército de Liberación Nacional y cuando terminé de hablar, pensando que ella se estaba aburriendo, escuché que decía: “Me erotizaste con esa lección…”. Esas son, a quince años de aquel par de meses, y dada su contundencia, las palabras que más recuerdo de ella. “¿Te gusta dar clases?”, me preguntó después, pero yo nunca había dado una clase en mi vida. También recuerdo que una vez alardeó de haber salido con un rockero famoso. “¿Lo conocés?”, me preguntó, y nunca entendí si se refería a si lo conocía de nombre o a si lo había tratado personalmente.
Hoy se me vino todo eso a la cabeza mientras veía en Youtube una entrevista a ese rockero famoso (Joaquín Levinton, cantante de Turf, ¿por qué tanto misterio?) donde contaba, entre otras cosas, una anécdota con Andrés Calamaro: una vez fue de visita a su departamento y Andrés le habló durante nueve horas y sin parar de diversos temas (“pasaba de un tema a otro sin tapujos”): la época de Frondizi, la poesía maldita de Miguel Abuelo, la época de la plata dulce, entre miles de otros. En un momento Joaquín no aguantó más y le dijo: “Me tengo que ir a mi casa, por favor dejame ir” y se paró rumbo a la puerta y Andrés le siguió hablando hasta el palier y cuando Joaquín llegó a la planta baja del edificio escuchó que Calamaro seguía hablando hacia el hueco del ascensor. Joaquín huyó despavorido; las lecciones de Andrés no lo habían erotizado para nada. “Sufría de algo que se llama verba inflamada”, dijo en la entrevista.
De chiquito yo era muy callado. Tan poco hablaba que un amigo de mi papá me puso un sobrenombre que odié: “Parrafito”. Durante toda mi adolescencia y mi primera juventud seguí siendo demasiado callado y recién de bastante grande, acercándome a los treinta, se me empezó a inflar la verba en ciertas ocasiones (la mencionada erotización que logré sin proponérmelo en las Barrancas de Belgrano hablando sobre las organizaciones revolucionarias colombianas es prueba de ello). A veces recuerdo con vergüenza cómo en un trabajo mi jefa tenía que llamarme la atención porque yo no podía dejar de hablar con mi compañera de escritorio de diversos temas ante la escucha pasiva de las otras veinte personas que habitaban la oficina.
Cuando tuve la fortuna de conocer a Flor, en aquellos días post-pandemia en los que empecé a cambiar el silencio y la tristeza por las palabras y las risas, sufrí (o gocé) de un alto pico de inflamación verbal: pasé mañanas y noches hablándole de diversos temas sin solución de continuidad ni tapujos. En su departamento de Las Cañitas todo lo que veíamos o escuchábamos o ella me decía o se me pasaba por la cabeza (relacionado con la música, la historia, la política, el fútbol, los recuerdos, el cine, la televisión, la literatura, los vínculos, la geografía, la farándula, etc.) me resultaba una buena excusa para contarle una historia o desarrollarle un eje temático. Ella se sorprendió y me miró incrédula cuando le conté que de nene me habían apodado “Parrafito”. “Todo lo que no hablé de chiquito lo estoy hablando ahora”, le expliqué. Ahora pienso que en aquellas primeras semanas podría haberla apabullado, que ella podría haber huido despavorida para dejarme hablando solo hacia el hueco de un ascensor, pero que de alguna manera extraña mi verba la cautivó y la erotizó y por suerte hoy, a casi cuatro años de aquel pico de inflamación, tengo el invaluable privilegio de poder seguir contándole historias.
Soy Ignacio Molina. Escribo y doy talleres literarios, entre otras cosas. Me podés encontrar en Instagram: @ignacio._molina. Mi último libro se titula Nueve versiones de Borges y puede conseguirse en este link.
Tener para contar y tener quien te escuche con atención es una bendición.
Hablar, abrir nuestro corazón es entrega, saber escuchar es un don… 😘😘😘😘