El territorio de Javier Milei son las pantallas. Si por él fuera, podría gobernar sin salir de ahí. La pantalla del Excel (donde es facilísimo que los números cierren sin la interposición de ese escollo indeseable que es la necesidad de supervivencia de las personas) y las pantallas de las redes sociales, donde, a través de febriles oleadas de twits y retwits, se autocelebra, legitima los discursos de odio de sus seguidores más acérrimos y se dedica a estigmatizar a gran parte de sus gobernados, a quienes (insólitamente sin ningún tipo de pudor ni cuidado por las más elementales formas de la institucionalidad) llama “salames”, “empobrecedores”, “zurdos”, “gente del mal que no la ve” y un largo etcétera de epítetos.
La primera vez que salió de las pantallas como presidente se lo vio incomodísimo. Obligado por las circunstancias de una tragedia social viajó a Bahía Blanca a ganarse con holgura el último puesto en la tabla de posiciones de la empatía: en su escueto y frío discurso no se le escapó ni un “nosotros”, ni una mínima noción de solidaridad, ni una mera alusión a los lazos sociales inherentes a la idea de comunidad. Innecesariamente vestido de militar y sin sacar la vista de la pantalla del Excel, lo más sensible y humano que dijo fue: “van a tener que arreglarse con los recursos existentes”.
La última vez, lejos del país, en Davos, dio un discurso delirante y anacrónico, donde acusó al hipercapitalista mundo occidental de socialista y comunista y desparramó una catarata de falsedades históricas. Si el discurso parecía más digno de un twittero desaforado que de un presidente, las horas confirmaron esa presunción: esa madrugada Milei volvió a las pantallas y en el lapso de 360 minutos emitió, reposteó y likeó más 300 twits. De esa manera, a través de groserías y chicanas adolescentes, reforzó sus delirios, atacó a otros líderes mundiales y midió su éxito a partir del conteo de visualizaciones de su alocada (y por eso mismo atrayente) disertación.
En su regreso al país, a Milei se lo vio absurdamente abrigado con la campera de cuero que, pese al caluroso verano porteño, suele lucir desde que es presidente. En cambio, cuando se encierra frente a las pantallas, con o sin su hermana Karina, en su oscura pieza del Hotel Libertador o en su remozado cuarto de la casa presidencial de Olivos, es fácil imaginar (parafraseando al cuento de Andersen) que el autopercibido Rey está desnudo.
LA DESNUDEZ DE MILEI es la desnudez de toda una dirigencia política, sindical, social que medida tras medida han creado un estado de situación de mayor pobreza, más extendida, más profunda, más firme. En muchos casos, vemos el crecimiento de la "brutez", el humano en situación de brutalidad hacia sí y desde sí. Es la desnudez de una nación que, con miles de metros de discursos políticamente correctos, con palabras de empatía a los vulnerables, que con encendidas defensas de políticas humanas, producimos lo que está ahí, en barrios bien pobres, en escuelas, en la delincuencia y en su contrapartida, el grotesco enriquecimiento de dirigentes a todas luces producto del afano a los estados, de los "negocios cruzados". ¿Es Milei? La mirada es corta. Esto es aún peor. Transversal. Abarcativo. Cierto que nadie asume sus responsabilidades: la ideología permite sustraernos de nuestras responsabilidades. La lucha de la teoría es superior a las realidades. Pues bien, ahí hay una masa de millones de personas cuyas durísimas vidas en pobreza, brutalidad les consume sus únicas vidas. ¡Ojalá el problema fuera Milei! El peligro, es que por hacernos mirar a Milei, perdemos de vista a todos los anteriores a Milei, con 20, 30 y 40 años en la política, los sindicatos, el liderazgo social, etcétera, los auténticos constructores de la argentina de hoy.