Con Sito Benavídez charlé dos veces en la última década. Hay amigos que hablan todos los días pero nunca se dicen nada. Nosotros nos vimos apenas dos veces en treinta años, pero los hitos fundacionales de habernos sentado juntos en el aula de tercer año, de haber pasado varias tardes en su casa, de haber visto las Playboy que guardaba en un cajón y de haberlo acompañado a ver a Hermética un par de noches tan calurosas y húmedas que hacían transpirar las paredes de Cemento —sumados al tenor de nuestras conversaciones de adultos—, nos convierten indudablemente en amigos.
Hace nueve años, cuando los dos teníamos treinta y largos, nos vimos de casualidad en una feria en Palermo donde él atendía el puesto de una quesería gourmet.
“¿Luis? ¿Luis Benavídez?”, le dije.
“¡Nacho! ¡Decime Sito, boludo”, me dijo él, y nos dimos un abrazo. Charlamos un rato, me sorprendió al contarme que seguía en pareja con Leticia, nos pasamos los números y al día siguiente, “aprovechando que Leti se fue a pasar el finde a Necochea”, me propuso ir a tomar una cerveza.
En un bar de Colegiales, entonado por la birra y por nuestra extraña familiaridad (nos conocíamos mucho y nada al mismo tiempo) Luisito me abrió su corazón: me contó que en esos días con Leticia cumplían veinte años desde que se conocieron y quince desde que se casaron, y que a sus veinticuatro había dejado de estudiar Derecho para ponerse a trabajar en el negocio de su suegro. Yo supuse que lo tenía que felicitar y él me preguntó por mis “cosas”. Entendí que se refería a la faceta sentimental y se la traté de resumir haciendo un racconto desde mi novia que él había conocido hasta mi pareja de ese momento. El me escuchó en silencio y después me dijo en voz baja, en un tono de pudorosa confesión:
“Yo no cogí con nadie más”.
“¿Cómo?”, le pregunté.
“Eso, que Leti es la primera y única mina a la que besé y con la que me acosté en mi vida”, me dijo. Por unos instantes pensé que me lo decía con orgullo, como una muestra del amor que sentía por su mujer, pero enseguida, por su rictus, sentí que me estaba descargando su angustia. Entonces me acordé de una entrevista que había leído unos días atrás y le conté:
“¿Viste Lisandro Aristimuño, el músico? Bueno, debe tener más o menos nuestra edad y sigue en pareja con la chica con la que se puso de novio a los quince años. Así que no sos el único que apuesta al amor”, le dije. Pensé en agregar que con las canciones que hace y la facha que tiene a Lisandro le sobrarían las minas si quisiera pero que por lo visto cree en el amor como él, pero Sito me dijo que “prácticamente no conocer el sexo” le daba vergüenza ante sí mismo y los demás, que lo hacía sentirse menos hombre, que algunas noches se despertaba transpirando pensando en que jamás en su vida iba a tocar y acariciar otro cuerpo (en realidad me dijo “otras tetas y otro culo”) y que se iba a morir habiendo besado solo una boca, y que se angustiaba cada vez que escuchaba las múltiples historias amorosas y las hazañas sexuales de sus amigos, pero que además de eso lo que lo angustiaba era que estaba viviendo una vida “de muy baja intensidad”.
“No sé si me quiero separar o no”, me dijo, “siento que soy como los de la generación de nuestros viejos o nuestros abuelos que no se preguntaban esas cosas, que dejaban pasar el tiempo, que vivían cómodos con sus parejas sin plantearse si las querían o no, esos casos en los que la pareja se convierte en un familiar más que está ahí y que cumple su función, como cumple su función una heladera… Pero yo aunque quisiera no podría separarme de Leticia, no me animaría, no me puedo plantear esa escena, siento que la estaría matando. Se me desgarra la cabeza de solo pensarlo… ¿Quién se anima a desenchufar una heladera?”
Más tarde nos abrazamos, nos agregamos a las redes y nos prometimos volver a vernos, pero las semanas y los meses fueron pasando y un día vi en Instagram que Sito, fingiendo felicidad, acariciaba la panza descubierta de Leticia. Vayan dándole la bienvenida a un nuevo Benavídez, decía debajo de la foto. Yo le puse like y comenté Bienvenido! y al mismo tiempo supe que ya no íbamos a volvernos a ver: después de todas sus confesiones, ninguno de los dos querría pasar por la mutua incomodidad de tener que fingir demencia. En mis scrolleos de Instagram el bebé de Sito y de Leti fue convirtiéndose en un nene de jardín de infantes y de primaria hasta que una tarde noté que ella no solo había dejado de salir en las fotos sino que ya no las comentaba ni las likeaba. Entonces, como si hubiera pasado unos días de la noche en Colegiales, me animé a escribirle a Sito por privado: Qué onda amigo? Todo bien? y él, sin mucho preámbulo, me propuso encontrarnos en un bar, esta vez de Villa Crespo cerca de mi nueva casa si te queda bien.
Sito estaba cambiado; se había dejador crecer la barba y el pelo, al que ya tenía casi tan largo como en su adolescencia metalera. Encontramos una mesa vacía al fondo del local, después de las de pool y ping pong. Apenas abrimos la primera cerveza me dijo lo que yo ya había imaginado:
“Me separé”.
Intenté darme cuenta de si había alegría o tristeza en su anuncio, y para ayudarme a entenderlo no supe si guiarme por lo que me había dicho nueve años antes o por las sonrisas, tal vez no tan fingidas, de sus fotos familiares. Antes de llegar a alguna conclusión le pregunté:
“¿Y cómo te animaste al final? ¿Viste que no era tan difícil desenchufar una heladera?”
Temí que él no entendiera la referencia, pero recordaba aquella charla todavía mejor que yo.
“Sí, para mí era imposible, pero para ella era muy fácil se ve… Ella me desenchufó a mí… Un día, así de la nada, me dijo que ya no estaba enamorada de mí, que quería que nos separemos, que yo era un gran papá y que no me preocupara, que podía seguir laburando en el negocio de su viejo, pero que ya no sentía lo mismo que antes, que necesitaba conocer otras cosas…”
Al recordar eso último bajó la cabeza y se puso a llorar; no alcancé a verle las lágrimas pero lo sentí en su voz:
“Yo no entendía nada, me puse loco, me mudé a un depto de mierda acá a la vuelta; entre el alquiler y la cuota alimentaria me gasto casi todo lo que me paga mi suegro… mi exsuegro. Encima la sigo viendo siempre, por Juancho y por el laburo, y me destruye su indiferencia…”.
Traté de consolarlo, de hablarle del mundo nuevo y brillante que se le abría con la separación, de la posibilidad de “besar otras bocas y de tocar otras tetas y otros culos”, pero él me interrumpió para seguir con su monólogo:
“En un momento empecé a llamarla como loco y ella me contó que estaba saliendo con un tipo, así nomás me lo tiró, como quien dice que se compró una mochila… Yo estaba caminando acá en la esquina y cuando escuché eso sentí que me hundía en la vereda y que todos los edificios se me venían encima...”.
Me quedé paralizado, no supe si decirle algo o palmearle un hombro, y en ese momento, increíblemente, empezó a sonar en el bar un tema de Hermética. Entonces se me ocurrió hablarle de aquellos recitales que fuimos a ver en el verano de 1994:
“Re pendejos los dos. Vos estabas más a la onda, pero yo estaba vestido medio de rolinga y medio de punk cheto y los metaleros me miraban muy raro. ¿Y te acordás de la humedad que había en Cemento? ¡Cómo transpiraban esas paredes, boludo!”.
Al escuchar esos acordes casi milagrosos y mis palabras, Sito pareció salir de un letargo.
“Posta que transpiraban esas paredes eh, y eran medio parecidas a estas, ¿no?”, me dijo, y abrió la palma de una mano para pasarla por la pared rugosa y grafiteada del bar, con el asombro y la placidez de quien acaricia y descubre una piel nueva, y por primera vez en casi treinta años lo vi sonreír de verdad.
Soy Ignacio Molina. Escribo y doy talleres literarios, entre otras cosas. Me podés encontrar en Instagram como @ignacio._molina. Mi último libro se titula Nueve versiones de Borges.
Amé 😍
Hola Ignacio, no solo es magnífico lo que escribiste, me dejaste pensando… ¡Un abrazo!