Lo primero que escribí, a los doce años, fue la letra de una canción imaginaria que versaba sobre el Mundial 78 y la dictadura militar y que una noche me animé a leer, por teléfono, en un programa de radio. Acordarme de eso ahora, más de treinta y cinco años después, me hace sonrojar y me enternece a la vez.
En mi casa de Bahía había muy pocos libros. Recuerdo, en la biblioteca del living, un ejemplar del Nunca Más de la Conadep (al que leí a escondidas y me llevó a escribir aquella canción), uno de Amar de Leo Buscaglia y las obras completas de Bioy Casares que todavía conservo. Mi conexión inicial con las letras, entonces, fue más a través de la música que de la literatura. Mi primer poema fue para una chica. “Habría que inventar una palabra / que describa la alegría y el dolor / de verte ir y venir / de verte caminar / de verte sonreír”, le escribí, pero ella nunca lo leyó. Tiempo después escribí unas letras para Control Sanitario, un dúo de punk rock, más imaginario que real, que tenía con un amigo.
Una historia de la escritura es, inherentemente, una historia de la lectura. La ausencia de libros de ficción en los inicios de mi adolescencia no me impidió ejercitar la lectura con fruición (me encantaba leer diarios y revistas), pero sí demoró mi ingreso a la escritura. La primera vez que entendí que había cuentos “para adultos” fue gracias a la radio: una tarde escuché a un locutor leer un cuento (de un autor del que no recuerdo el nombre, sobre una mujer que fumaba marihuana por primera vez) y descubrí un mundo nuevo. Eso me llevó a intentar reescribir de memoria el relato y a visitar una librería de la calle Alsina para hojear libros de la sección “literatura” y leer de parado un par de cuentos. Así descubrí que la lectura era una gran usina de posibilidades y al mismo tiempo una forma de compañía invaluable.
Una vida después, al componer “Samuel Zunz”, evoqué de alguna manera aquella sensación al escribir esto sobre Erik Grieg, su protagonista: “(...) Hasta ese momento creía que los únicos cuentos eran los infantiles: aquellos que algunas noches le había leído su mamá y las fábulas que le habían dado en la escuela. Y ahora que se enteraba de que también había cuentos y novelas para adultos se fascinó con esa idea, con esa especie de contrato tácito que se establecía entre el autor y el lector, con la noción de la existencia de las ficciones: historias que no eran verídicas pero que de alguna manera tampoco eran falsas. Sintió que descubrir ese maravilloso juego de adultos a sus cincuenta años le daba un novedoso impulso vital (...)". (Cuando recibí ese “novedoso impulso vital” yo no tenía cincuenta años, como Grieg, sino, por suerte, quince o dieciséis).
Poco antes o poco después de eso, mi hermana Flo, que ya había empezado a leer libros, me aconsejó: “Tenés que leer, leer te abre la cabeza”. Al tiempo le comenté que quería empezar a escribir cuentos pero que no me salía nada, que me trababa en las primeras líneas. “Pensá en un chico”, me dijo, “qué hace ese chico, qué le gusta, qué busca y qué problemas tiene, qué lo alegra y qué lo pone triste; escribí todo eso y ya tenés al personaje, después la historia te va a salir”. Y yo intentaba aplicar sus consejos pero seguía sin salirme nada.
En los últimos años de secundaria, ya en Buenos Aires, un profesor, Miguel Vitagliano (que también era y es un gran novelista), nos hizo leer libros fundamentales, como Fausto de Goethe y El perfume de Patrick Süskind. En enero de 1995 mi hermano llevó a una casa de veraneo un libro con muchos cuentos de Charles Bukowski que leí varias veces y que me hicieron creer que yo ahora sí podría escribir cuentos. Unos meses después Los Fabulosos Cadillacs sacaron su disco Rey Azúcar, que tenía una canción llamada Las venas abiertas de América Latina, basada en el libro de Eduardo Galeano, y en cuyo sobre interno recomendaban: “conseguite los libros de Galeano”. Yo les hice caso, compré El libro de los abrazos e, intentando emular el estilo del autor, empecé a escribir textos cortos con bajada de línea política y social. Después, descubrir El cazador oculto de Salinger en la casa de mis tíos fue un nuevo cimbronazo. Holden Caulfield fue un amigo que, desde otro tiempo y otro lugar, me hablaba y me acompañaba, y su historia me engendró deseos de, alguna vez, poder generar en otros la calidez y la atención que había generado en mí.
Durante el primer año post-colegio la pasé mal. Salvo por unos cursos de computación e inglés, que hacía más que nada para decir que hacía algo, y por las cinco semanas en que fui pasante en un programa de radio nocturno, no estudiaba ni trabajaba y me aburría bastante. Haber perdido la cotidianidad con los amigos y la incertidumbre por el futuro eran cosas que me angustiaban. Lo que me sacaba de ese pozo oscuro de soledad era la lectura y, de a poco, la escritura. Muchos domingos me tomaba el 39 desde Colegiales con diez o veinte pesos en el bolsillo y me bajaba a una cuadra del Obelisco para recorrer las librerías de saldos de Corrientes y comprar libros a un peso o cincuenta centavos. Así fui armando mi biblioteca. Durante el día escribía cuentos a mano y por las noches, en una computadora que mi hermano usaba para trabajar, los reescribía en un Word muy rudimentario. Después imprimía y guardaba los textos en una carpeta anaranjada que llevaba a todos lados: a verme con amigos o con alguna chica, a hacer sociales a la puerta de mi excolegio, a la cancha de Excursio, a mirar el río a la costanera de Vicente López, a caminar por barrios desconocidos escuchando música en el walkman. En cualquiera de esos lugares abría la carpeta, leía una página e iba editando y ampliando el texto en mi cabeza. Después seguía caminando y “escribía” nuevos párrafos y diálogos en voz alta.
Una tarde me animé y, en un bar de las Barrancas de Belgrano, le mostré algunos de esos cuentos a Miguel, mi exprofe de literatura, que amablemente los leyó y me dio algunos consejos. Un par de días después, por un amigo que iba a quinto año, me enteré de que durante una clase él había dicho que yo escribía “muy bien”. Ese elogio público e inesperado me impulsó a seguir adelante y, de cierto modo, me otorgó una identidad. De un día para el otro pasé a ser “el que escribe”, y me tuve que hacer cargo de eso que, además de salvarme de la angustia vital, ahora me daba un propósito.
Desde entonces, con breves intermitencias, vengo pensando en chicos y en chicas, en mujeres y en hombres, en qué hacen, qué les gusta, qué buscan, qué problemas tienen, qué los alegra y qué los pone tristes. Así escribí las historias de ellos y de ellas y también, por debajo, la mía. Porque, de una manera oblicua, escribir (a veces sobre el papel o la pantalla y a veces hablando solo por la calle) es mirar el mundo y tratar de darle un sentido y una forma a esta vida, tan linda y tan dolorosa a la vez.
Soy Ignacio Molina. Escribo y doy talleres literarios, entre otras cosas. Me podés encontrar en Instagram: @ignacio._molina. Mi último libro se titula Nueve versiones de Borges y puede conseguirse en este link.