Mi papá murió hace casi diez años. Mi abuela murió hace algo más de doce. El diluvio universal que se desató sobre Bahía hace unos días llenó de agua y de barro la casa en la que ambos vivieron (él durante sus últimos años; ella buena parte de su vida) en el centro de la ciudad. Es feo pensar lo que les hubiese pasado si, en vez de en el 2025, esta lluvia inédita y más que torrencial caía, por ejemplo, en el 2012. También es feo imaginar esos ambientes averiados por más de un metro de agua embarrada que vino a eliminar definitivamente cualquier vestigio que pudiera haber quedado de olor-a-casa-de-abuela: esa mezcla de aroma a arroz con leche y canela, a scones apenas salidos del horno, a té con tostadas a las cinco de la tarde, a burbujas de Sprite en botella de vidrio recién destapada, a las baldosas anaranjadas del patio frías en invierno y soleadas en verano, al fieltro verde que cubría la mesa donde jugaba a la canasta con sus amigas, a los diarios viejos que juntaba en un guardacosas del patio, al suelo de parquet y a los platitos, objetos y candelabros centenarios que adornaban el living, a arroz a la inglesa, a las bolitas de naftalina de los placares, al sonido constante del televisor (en blanco y negro, hasta bien entrado los años dosmil) y al ruido de la máquina de coser. El aroma y el clima del departamento B de Lamadrid 18. En la misma dirección están lo que fue el consultorio de mi papá y el depto A: la casa familiar (un mundo aparte, de la que solo se habrá inundado el palier de entrada, la caldera y parte de la escalera de ingreso). La propiedad todavía es nuestra; el mensaje de ayer de uno de los inquilinos que perdieron todo fue: “Pasé hoy por Lamadrid tanto el local de adelante como mi oficina un barrial. El centro fue caótico”.
Una de las últimas veces que estuve en ese departamento B de Lamadrid 18 fue con mi hermana Flo cuando papá estaba enfermo. Hay un detalle que recuerdo: compramos unas medialunas que, hasta que se hiciera la hora de comerlas, ella puso en una canastita que tapó con una servilleta cuadriculada que nos hacía a acordar a la Abuela. Ahora puedo imaginar las palabras y la cadencia con el que ella comentaría la inundación. El viernes, por un momento, imaginé que mirábamos juntos la cobertura de la catástrofe por la tele y que, al mismo tiempo que nos angustiábamos con las imágenes, nos quejábamos de los periodistas de los canales porteños que confundían calles, barrios, arroyos y localidades de la zona de Bahía con el tono de quien está informando con exactitud.
Además de mi papá, de mi abuela y de mi familia entera y unida, Bahía y Lamadrid 18 son mi infancia, mi pubertad y parte de mi adolescencia; esa década del ochenta extendida que va desde que tengo uso de memoria hasta marzo del 92, cuando me mudé a Buenos Aires, después de la separación de mis padres, dos días antes de empezar tercer año de la secundaria. A veces, cuando me siento mal o apesadumbrado, cierro los ojos y me transporto a cualquier mañana, tarde o noche de aquellos años: me veo un domingo de 1984 yendo a la cancha de Liniers con mi viejo; o en el 87 yendo solo o con amigos a un partido de básquet de Estudiantes; con el frío congelándome los huesos y con la angustia de no haber hecho la tarea rumbo a sexto grado en el 88; tímido y demasiado bien peinado por primera vez al boliche, un sábado invernal del 90, del otro lado del arroyo Napostá; a entrenar al club del mismo nombre picando una pelota por la avenida Alem; bajando al depto B sabiendo que mi abuela había comprado Sprite para sus amigas de canasta y que me dejaría servirme un poquito… La enumeración sería interminable e incluiría acciones y cambios y sensaciones físicas difíciles de describir. Ahora, antes de escribir la última oración, cerré los ojos y me vi un domingo cualquiera en “el cuarto de estar”, recostado en la cama-sofá, mirando Feliz Domingo para la Juventud o Certamen del Saber (su versión bahiense), sin ninguna preocupación y con toda la comodidad del mundo, sin imaginar que todavía faltaban muchísimos años para el diluvio universal y, sobre todo, con mi abuela, mi papá y mi hermana vivos y dando vueltas por ahí.
Nunca nos van a dejar de provocar una gran tristeza este tipo de desastres, pero esa Bahía Blanca que recordás y amás va a estar siempre, cada vez que la pienses y la cuentes.
Que triste todo… lloro de tristeza y de nostalgia….Lamadrid 18 y los que ya no estan con nosotros… siempre en nuestros corazones ❤️ gracias por tu relato Nachito, te abrazo fuerte querido.