Durante la semana que pasó llegaron un montón de nuevxs suscriptorxs a Sinestesia Salvaje de la mano de Diego Geddes, que en su Diario de la Procrastinación citó y linkeó la última edición titulada “Un amigo me contó”. ¡Bienvenidas y bienvenidos! Y de alguna manera a ustedes, y a nuestro vínculo en común, va dedicada, en señal de gratitud, la presente edición.
El viernes me enteré de que Diego está a punto de publicar un libro (Esto lo puedo estar inventando) basado en textos de su Diario y le escribí para felicitarlo (en realidad le respondí una storie de Instagram; no sé si eso califica como “le escribí”), le pregunté de qué se trataba y él me respondió algo parecido a lo que explicaría al día siguiente en el Diario: “son muchos textos del newsletter (sobre todo de la primera etapa, años 2018, 2019, 2020), más algunos textos nuevos, más un poco de desorden y edición (el desorden está copiado del Diario del dinero, de Rosario Bléfari)…”.
(Sobre el Diario del dinero y sobre el Diario de la dispersión, de Rosario Bléfari, escribí en la edición de Sinestesia Salvaje que pueden leer clickeando acá.)
Leer “2019” junto a “Diario de la procrastinación” me trae recuerdos. En aquel año mi hijo, Fausto, vivía en Palermo/Colegiales y jugaba al baby fútbol en Excursionistas. Los partidos eran los sábados a las 8:45. Los viernes yo solía dormir en la casa de mi novia de ese momento, que vivía e Caballito/Boedo, y entonces los sábados me despertaba antes de las seis para tomarme el 42 o el 15 o combinar el subte E con el D para pasar a buscar a Fausto, que me esperaba ya vestido de futbolista, y seguir viaje hacia el Bajo Belgrano o hacia el club de turno. La idea siempre era llegar antes de las 8:20. Y mientras los chicos hacían el precalentamiento, yo me sentaba en la tribuna o junto al banco de suplentes a scrollear un poco el teléfono y a esperar a que a las 8:30 en punto me llegara el Diario de la procrastinación para ser el primer en leerlo. Después, ya habiendo hecho un montón de cosas durante el día a pesar de ser tan temprano, me disponía a mirar el partido… Con todas las cosas que sucedieron en el medio, de la época de aquella rutina o ceremonia parecen haber pasado muchísimo más que cuatro años.
Un dato inútil más dedicado a lxs lectores de Geddes: de chicos (yo debo tener unos cuatro años más que él) ambos vivíamos en la misma calle (o mejor dicho en la misma arteria) de Bahía Blanca, calculo que a no más de cuatro o cinco cuadras de distancia, pero como no compartíamos escuela ni círculos de amistados o deportivos (creo que él era más del tenis en Sportiva y yo más del básquet en Napostá, del fútbol en Liniers y del golf en Palihue) nunca nos vimos (o al menos no conscientemente) en aquella época (aunque tenía las suficientes referencias, por amigos de la familia en común, como para saber desde entonces que su apellido se pronuncia Guedes y no con la g fuerte con la que se escribe). Lo de “Mejor dicho arteria y no calle” es porque a la altura de mi casa la arteria se llamaba Lamadrid y a la altura de su casa Alvarado (Hipólito Yirigoyen es la frontera en la que se cambian los nombres).
En “mi” calle Alvarado de los años ochenta había varias cosas interesantes: el club de básquet Sportivo Bahiense (un club de barrio, no confundir con el más aristocrático Sportiva; una letra cambia todo); un almacenero llamado Luisito (al que mi familia dejó de comprarle cuando se instaló en Lamadrid otro almacenero apodado por mi papá “el Alfonsinista”) que a mediados de los noventa (me enteraría por la tele) se quedaría ciego por un disparo durante un asalto; un negocio de empanadas llamado La Querencia en el que los domingos a la noche comprábamos empanadas fritas que solíamos comer en la cama de mis viejos mirando “La noche del domingo con Gerardo Sofovich” (o al menos eso hicimos algunas veces que en mi cabeza quedaron como una costumbre); y la casa del primer hombre homosexual que conocí en mi vida (era un hombre grande, amigo o conocido o medio colega de mi papá, que tenía esposa e hijo pero mostraba un amaneramiento muy notable y cuya salida del closet era inevitable y siempre inminente).
Hace poco, de visita en Buenos Aires, mi hermano y mi cuñada hablaban de calles de Bahía y no entendían por qué en el Centro las mismas cambiaban tanto de nombre (Alvarado – Lamadrid, Alsina – Ogigins, Mitre – Soler, etc.). Yo les expliqué que cuando se armaban los organigramas de los pueblos que alguna vez se convertirían en ciudades y se trazaban las calles, sin saber hasta dónde llegarían, había que ubicar el punto 0 de cada una en algún lado. Que en los pueblos organizados a partir de una plaza central (como Bahía y como la mayoría de los pueblos de llanura) salían de la plaza cuatro calles hacia los cuatro puntos cardinales y que a su vez esas calles (como Yrigoyen) eran cortadas por calles que, hacia un lado y hacia el otro, partían del 0 con diferentes nombres hacia extensiones breves al principio que se irían alargando con el paso de las décadas y los siglos a medida que creciera la población. Que en ciudades como La Plata se agregaba la variante de calles diagonales que nacían en las esquinas de la plaza central. Y que en otras ciudades, como Buenos Aires, Mar del Plata o Montevideo, que no están organizadas a partir de un epicentro sino a partir de un borde (cercano al río o al mar) la organización es diferente (la bisectriz principal parte-nombres, en el caso de la actual CABA, es la avenida Rivadavia)… “Vos sabés todo”, me dijeron cuando terminé mi explicación, y yo alcé los hombros y me quedé callado pero sentí como se me hubieran caído encima un montón de likes todos juntos.
Recordar lo de las empanadas fritas de La Querencia y “La noche del domingo” me hizo pensar en un post de Facebook del 2017 que ahora busco y pego acá:
“Hacía bastante que no pasaba un domingo a la noche con mi hijo. Después del partido de River salimos a comprar empanadas y en el camino de vuelta pensé en mis domingos a la noche de cuando tenía su edad y me acordé de uno en especial que en realidad no tuvo nada de especial: domingo de 1989; mi mamá nos manda a mi hermana mayor y a mí a comprar empanadas fritas y las comemos en la cama matrimonial; seguramente no estamos todos los hermanos porque si estuviéramos todos no entraríamos ahí; en la tele está La Noche del Domingo con Gerardo Sofovich y tocan Los Fabulosos Cadillacs; mi vieja tiene menos de cuarenta años, aunque ahora no la puedo pensar de esa edad, y dice que al cantante no lo imaginaba tan rellenito, que había escuchado una de las canciones por la radio y lo había imaginado flaquito; mi viejo habla sobre el partido Liniers-Olimpo que fuimos a ver a la tarde y cuenta que al volver de la cancha se quedó charlando con “el Alfonsinista”, el almacenero de la cuadra al que le decimos así porque tiene posters del presidente en las paredes de su local, sobre las heladeras y las máquinas de cortar fiambre. Cuando le describo la escena, mi hijo me pregunta quién fue Alfonsín y si todo eso que le conté se veía en blanco y negro”.
La arteria Lamadrid – Alvarado (la calle Yrigoyen que al cortarla la hace cambiar de nombre). En el círculo verde está el cuarto de mi infancia.
Soy Ignacio Molina. Escribo y doy talleres literarios, entre otras cosas. Me podés encontrar en Instagram: @ignacio._molina, y en Facebook con mi nombre. Mis últimos libros fueron publicados por @falsotrebol_ed.
Hasta que no consolide una frecuencia semana en estos envíos no voy a volver a poner cafecitos, pero, si querés colaborar con la causa y además llevarte un libro que me encantó escribir, podés comprar Nueve versiones de Borges, mi nuevo libro de cuentos, por un precio módico que incluye envío sin cargo extra dentro de CABA (y si vivís en otro lado te sale barato), clickeando en este link.
¡Gracias!